Noúmenon o la cosa en sí – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

Lo que se pretende decir (νοουμενον), lo nóumenon o nouménico, es término filosófico que designa lo aporético o, como suele indicarse en la hermenéutica kantiana, lo propiamente “problemático”. Kant lo confina en el calabozo de la “dialéctica trascendental”, es decir, en el reducto –paraje en el que se conservan las especies raras o en vías de extinción– metafísico de la Crítica de la razón pura, como el locus de referencia de aquello que no pertenece a las intuiciones sensibles sino a las intuiciones inteligibles o supra-sensibles: Dios, Alma y Mundo. Es, en suma, el territorio de lo posible –o, más bien, de lo imposible–, el universo Disney de la razón especulativa, el Kissimmee de la Kritik teorética kantiana, cuya plaza central, y núcleo de aquella constelación gaseiforme, tiene un gazebo interestelar, galáctico, inaprehensible, que recibe el nombre de “la cosa en sí” (Das ding in sich), “la cosa” en su existencia pura, más allá de toda posible representación. Hay regímenes políticos –incluso, aquellos que suelen caer como en “cámara lenta”– que suelen con-centrar sus energías en esa suerte de “más allá que no se sabe dónde está”, como rigurosamente lo define Hegel.

Nadie se extrañe, en este mismo sentido, por “el hecho” de que algún conductor de Metrobús, soterrado allá, en el fondo mismo de la caverna platónica en la que han convertido al Metro de Caracas, pueda llegar a percibir (“ser es ser percibido”, decían los exponentes de la filosofía moderna) la nada ordinaria “revelación” de un “pajarito” azulado –¡quizá un twitter!– que le hablaba al oído para confiarle, a él y solo a él, los ocultos secretos que encierra una cebolla. El método consiste –explicaba en su momento don Aquiles Nazoa– en ir, paso a paso, despojando a la cebolla de las múltiples capas que la recubren, una a una, hasta llegar al mero centro, a esa “cosa en sí” –madre y padre de todos sus atributos de pensamiento y extensión– y, por supuesto, motivo último del copioso lagrimeo de los ojos del atrevido, del osado, demiurgo, que es, a un tiempo, la negación misma de lo sustantivo y de lo adjetivo: ni presidente ni obrero. Todo lo cual redunda en dar razón fundante a su ser, a su identificación cebollínea con la cosa en sí. Y es que en el fondo extremo, en el mismísimo nóumeno de la cebolla, la negación del ser presidente y obrero llega a encontrarse, en la nada, consigo misma. Un chiste cruel pone en boca de Heidegger la siguiente definición de una salchicha existencialista: un cilindro sin carne por dentro y sin piel por fuera.

Después de Maquiavelo, concebir los fenómenos políticos como asunto de los sentimientos o apasionamientos, no resulta ser de mucho provecho objetivo. Es verdad que Hegel señala que “nada grande se ha hecho en el mundo sin una gran pasión”, pero no conviene confundir las grandes pasiones con los apasionamientos que turban los sentidos y nublan la razón, en este caso, no “pura”, sino impura, y por eso mismo, histórica. Creer que en una marcha hacia la Conferencia Episcopal iba 1 millón de personas que, al ser divisadas por los cuerpos de seguridad –“la divisa es su honor”–, decidieron motu proprio abrir paso y hasta acompañar la manifestación ciudadana, es un ejemplo de apasionamiento, no de objetividad ni, mucho menos, de gran pasión. Después de todo, y a pesar del indetenible lloriqueo que produce el ponerse a pelar cebollas, buscando en ella un centro inexistente, la verdadera “cosa misma” no es un ding (la “cosa” abstracta del entendimiento) sino una sache (la “cosa” concreta de la razón). Kant hizo de la razón un acto de fe. Grave error. Enemigo en casa. Casi como haberle abierto las puertas de un país al G-2 cubano.

Técnicamente, la oposición venezolana ya no es “la oposición” sino el país entero. Las cosas cambian (Dinge ändern) y, hoy por hoy, la figura de los llamados “escuálidos” no forma parte de la oposición sino del “oficialismo”, de un régimen arrinconado y sin consenso alguno, un régimen que mostró con suprema claridad y distinción su absoluta incompetencia e incapacidad para dirigir tanto los destinos de los venezolanos como para administrar con decencia sus enormes riquezas materiales y sus fuerzas productivas, hoy dilapidadas. El pretender gobernar con los más mediocres y corruptos, y hacer de ello un ideal, un modo de ser y de pensar; el querer colocar al frente de todo cargo estratégico o de importancia al “esquiador” de turno, aunque jamás en su vida se hubiese colgado un par de esquíes ni, mucho menos, conociera la nieve; esa manía de creer que la autoridad de las armas puede sustituir el Ethos, la preparación, la formación cultural y el necesario conocimiento; o que el hecho de portar un uniforme, lleno de chapitas de colores, signifique probidad, condujo a este régimen, directamente, a su noúmeno, a su cosa en sí, al centro de la cebolla, en fin, a la salchicha heideggeriana. Pero, eso sí: por encima de todo automatismo, cabe recordar que no hay en la historia salidas instantáneas. Lo que es es la verdad, y la verdad, siempre, es una conquista. El “pulseo” sigue. Las cosas bellas son difíciles. No hay milagros ni pajaritos. La libertad, el progreso y la paz son el resultado del esfuerzo de miles en su empeño por hacer que se concrete la más grande de las pasiones. Al final, “el que se cansa pierde”.

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