Pensamientos de los tiempos perdidos (Primera Parte) - Soledad Morillo Belloso

Pensamientos en los tiempos perdidos (Segunda Parte) – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Capítulo IV

Responsabilidad

Todos somos responsables de todos. Eso es cierto. Pero también lo es que a más poder, más responsabilidad.

Leo que el presidente de Turkmenistán dice que no tiene casos. El mandatario de ese país resolvió el problema lingüísticamente: prohibió el uso de las palabras «Coronavirus» y «Covid-19». ¿Qué tal? Un genio, pues.

López Obrador, presidente de México, sacó una estampita como un escudo protector. Lució como un santón. Otro genio.

En Venezuela cada tarde tres mitómanos se turnan en dar el reporte diario de la situación. Sin comentarios.

En España, Sánchez e Iglesias comparten la dirección de la letanía de estupideces. ¡Joé!

Esta pandemia parece habernos tocado en medio de una sequía en muchos países de liderazgo inteligente. La mayor parte de los jefes de estado han tenido una actitud «positivista» (bonitica, pues) que en realidad es haber entrado en lo que los psicólogos llaman «negación». Esta crisis los superó. Muchos que pudieron hacer algo para evitar el desastre o para aminorar los daños, no lo hicieron. Por mal cálculo, por cobardía, por estupidez, por la babosada de «pescar en rio revuelto», por ignorancia o, también, por irresponsabilidad.

En la historia hay ejemplos de manejo responsable de situaciones extremas. Narro una.

Entre 1664 y 1666 hubo un rebrote de la peste negra. En Inglaterra. En el verano de 1665 llegó a la pequeña población minera de Eyam en Debyshire. Un tendero despachó desde Londres unas muestras de tela al sastre del pueblo, quien había sido su cliente por muchos años. No sabía que esas muestras estaban infestadas de huevos de pulgas. A la semana el aprendiz del sastre, quién había recibido la mercancía y la había guardado para que su patrón la revisara más tarde, se desplomó en la calle. A los días cayó en terrible agonía y murió. Toda su familia y la del sastre se contagiaron y también murieron. Los vecinos los habían visitado en sus lechos de enfermos. Y se contagiaron.

Los pobladores de Eyam (sí, en 1665) pensaron «fuera de la cajita». El párroco les dijo que había que cerrar el pueblo. Que nadie debía salir ni entrar. Y se impuso una férrea cuarentena.

El párroco era inteligente y sabía ejercer su liderazgo. Tenía claro el peso de saber interpretar el valor de la responsabilidad. Consiguió convencer a todos en el pueblo de la importancia de confinarse. Y fue más allá: les explicó que aun cuando no podrían evitar el contagio entre ellos, debían hacer todo para evitar que la enfermedad llegara a los pueblos vecinos. Actuó con responsabilidad y la enseñó a sus feligreses.

Pero en medio de la gravedad no se rindieron. Para sobrevivir necesitaban comida. Como muchos estaban enfermos, no podían ocuparse de las labores agrícolas y de granja. Entonces, desarrollaron un sistema para que de los pueblos vecinos aceptarán llevarles alimentos.

A casi un kilómetro a la redonda establecieron un cerco con piedras en las que hicieron huecos en los que ponían monedas empapadas en vinagre. De los pueblos vecinos les traían comida y otros productos que se cobraban de estas monedas «desinfectadas».

El deterioro del pueblo fue incrementándose y los pobladores empezaron a depender exclusivamente de lo que buenamente les hicieran llegar de los pueblos vecinos. Cuando ya los pobladores no pudieron seguir poniendo monedas con vinagre en las piedras, los vecinos hicieron una cadena con otros pueblos para poder seguir ayudando a los de Eyam.

Para finales del año la cuenta daba 77 supervivientes de los 344 habitantes de Eyam. Se especula que esos 77 no fallecieron por alguna condición cromosómica.

Al año y semanas de haber llegado, la plaga desapareció. Los 77 rehicieron todo lo que se había dañado. Les tomó un año pero consiguieron retornar a una  cierta normalidad. Como mineros del plomo, un producto muy demandado, su mercado se reactivó y muchos nuevos pobladores llegaron.

En el caso de esa epidemia en Eyam, actuaron con impresionante  responsabilidad tanto las gentes de ese pueblo y su liderazgo, al no ocultar información y confinarse en una cuarentena para no contagiar a los pueblos circunvecinos, como éstos con inteligencia y responsabilidad al ayudar a sus hermanos en dificultades.

Mientras escribo estas líneas me visita el recuerdo de Proust y una de sus tantas maravillosas frases: «A veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas”.

Y, de nuevo, me asaltan las preguntas. A hoy (hasta este momento en que escribo esto), no se sabe en realidad en qué fecha precisa comenzó toda esta historia del Coronavirus y el Covid-19. No se sabe quién fue el “paciente Cero”. Sabemos esto: que un día nos despertamos con la noticia de una para entonces epidemia en una populosa ciudad de China, que la información era escasa y muy limitada y que los medios no conseguían superar las vallas informativas. El poder de un sistema autocrático como el de China, guiado por un emperador modelo siglo XXI, se impuso. Y se guardó  información privilegiada.

Y luego, el mundo no autocrático, que es de suyo lento en la toma de decisiones y que por diseño cae en discusiones inservibles, tardó en entender de qué tamaño era el desastre y aún más tiempo en permitir que se impusieran criterios científicos, como hoy finalmente vemos abrirse paso en medio del caos para dar luces de sensatez.

Si uno le sigue la pista al día a día de los acontecimientos, como harán los cronistas e historiadores de aquí a unos años, concluirá que entre la tapadera y la lentitud habita muy apoltronada una irresponsabilidad inconmensurable. Y que los siete mil y tantos millones de habitantes del planeta dependemos de gente sentados agarrando calorcito frente a una hoguera de vanidades.

No se trata en modo alguno de buscar culpables ni de desatar ánimos de venganza. Pero sí es asunto de que tenemos los seres humanos legítimo derecho a exigir responsabilidad a quienes dirigen nuestros destinos, sean éstos presidentes, jefes de gobierno, reyes, emperadores, dictadores o cuerpos colegiados.

El poder para decidir no puede estar en manos de quienes no entienden el concepto de responsabilidad. Gobernar no es jugar a las canicas en una esquina mientras ven a siete mil millones y tantos seres humanos como si fuéramos sus conejillos de Indias.

Capítulo V

Shock

Boten los libros. Dejen las pantallas en blanco. Tiren a la basura tanto libro de esos que compraron cuando tuvieron un problema, una depre, un pleito, una crisis de edad.

Muy bien que durante esta cuarentena hayan encontrado la manera de sacarle punta a la situación. Fabuloso que hayan limpiado a fondo cada milímetro de la casa, que hayan ordenado los armarios y alacenas de manera perfectamente primorosa, que hayan aprendido a cocinar mejor que Sumito Estévez, que hayan leído más libros que Rafael Arráiz Lucca, que sepan más de béisbol que Mari Montes y sean hoy más expertos en salsa que César Miguel Rondón. Fantástico que sepan más de teoría del color que Patricia van Dalen, que hayan tomado el intensivo de Open English, que hayan visto de nuevo Game of Thrones e Isabel, que hayan tenido la disciplina de hacer más sesiones de pilates que Paula Echevarría. Estupendo que al fin hayan terminado el rompecabezas tridimensional de la Sagrada Familia de Barcelona, que hayan visto otra vez La Guerra y La Paz y Lo que el viento se llevó y que hayan bajado y visto todas las temporadas de Cuéntame como pasó.  Maravilloso que hayan descubierto cómo se usan esas funciones misteriosas del celu, que hayan organizado las chorrocientas fotos y limpiado su disco duro de otros tantos archivos que no hacían sino ocupar espacio.

Todo eso sirvió para aguantar el encierro. Y para salir de él un  poquito  más  cultos.  Pero ahora toca ponerle el pecho a lo que viene.

Quien crea que de esto vamos a salir «como si nada», bueno, necesita tomarse unas cuantas pepas de Ubicatex. Porque nada será igual y ninguno de nosotros será el mismo.

Las sociedades que han pasado (y sobrevivido) epidemias y pandemias han experimentado enormes cambios, para bien o para mal. Todos los investigadores serios coinciden en que la peste negra (1347 – 1353), por supuesto espantosa y que le costó a Europa un tercio de su población, empero acercó el fin de la Edad Media y adelantó el Renacimiento. Y si bien siempre tendemos a ver solo la cara artística de esa etapa, a saber la belleza de la pintura, la escultura, la arquitectura, la música y la literatura, pues el desarrollo científico, tecnológico, económico y filosófico fue igualmente impresionante. Por alguna razón la especie humana después de un dolor enorme consigue maneras de levantarse y reinventarse.

Es como las guerras. Son espantosas y han costado millones de vidas inocentes. Y hay que hacer todo lo posible por evitarlas. Pero además de desarrollo de material bélico, la historia muestra que los supervivientes y la generación que les sigue aprenden del dolor y del desastre y si bien históricamente la Humanidad repite sus errores y vuelve a caer en conflagraciones, también aprende a, luego de un periodo de introspección y reflexión individual y colectiva, nuevas maneras de satisfacer sus necesidades básicas, secundarias, terciarias… La palabra clave es «creatividad».

Alvin Toffler, un autor que leí ávidamente en mi juventud, insistía en que no se trataba de hacer más sino de hacerlo mejor. Y de eso va la creatividad. De pensar mejor, de sembrar mejor, de recolectar mejor, de fabricar mejor. De hacer todo eso creativamente.

Hemos leído y visto decenas o centenares de libros, películas y series de ciencia ficción. La generación anterior a la mía estaba obsesionada por la invasión de alienígenas. La mía cargó sobre los hombros con el terror a la guerra nuclear. Luego reaparecieron los extraterrestres. Y hasta salimos al espacio exterior y nos topamos con seres de otras galaxias. Siempre estamos angustiados por el fin del mundo, porque nos van a invadir, porque los terroristas van a lanzar agentes bacteriológicos, porque miles de Godzilla van a salir del fondo del mar o un asteroide gigante nos va a pegar y sacar de órbita. Los volcanes hacen erupción, los tsunamis barren con todo y nos contagiamos de bichos. Todos nuestros miedos han sido escritos y filmados. Y estoy segura que los dedos de los mejores escritores no se van a parar.

En la serie de películas Guerra de las Galaxias, si vemos más allá de la espectacularidad de los efectos especiales, en realidad Lucas quiso pasearse y plantearnos nuestro eternos dilemas, las no resueltas paradojas en las que nos hemos estado bamboleando desde el principio de los tiempos.

Cuando pase el Coronavirus, tendremos frente a nos un mundo distinto que nos desafiará. Las frases hechas no servirán más. Y nos veremos forzados a volver a la «mesa de dibujo», a la pantalla con preguntas básicas: qué, quién, dónde, cómo, cuándo, por qué, para qué.

Y entenderemos que si bien no partimos de cero, sí tendremos que bajarnos todos de ese hedonista pedestal de arrogancias y enfrentar la realidad: que cuando (creíamos) habernos aprendido todas las respuestas, nos cambiaron todas las preguntas.

Capítulo VI

Futuro

Empujada por el padre Olaso (mi profesor en la universidad), a los veinte años empecé a leer a Proust. Y no lo entendí. Lo mismo me había pasado con Kafka y con otros autores. Para esas épocas mi cerebro no estaba suficientemente desarrollado o desperdiciaba el tiempo en babiecadas romanticonas. La idiotez juvenil es una enfermedad que se cura con el paso del tiempo.

A los veintisiete años, por razones que no viene al caso explicar, me fui un tiempo a París. Supongo que fue la soledad con la que me enfrentaba por primera vez en mi vida, o el ánimo único de esa ciudad, o los tantos días de caminotear bajo la lluvia, o el mirar la vida con mayor madurez lo que hizo que Proust se me metiera entre las costillas.

No hay nada más efímero que el hoy. Y sin embargo, estamos obsesionados con el presente, con lo que tenemos hoy, con lo que queremos hoy, con lo que somos hoy. Y nos levantamos todos los días a un nuevo hoy.

El hoy de hoy es largo y, para colmo, de claustro. En este pequeño apartamento en el que mi marido y yo estamos pasando la cuarentena hay solo una ventana habilitada. El cielo de la ciudad de Santo Domingo en la hermosísima Quisqueya es azul. Porque Dios aprieta pero no ahorca, la temperatura está particularmente amable y no hay ese calor que algunos esperarían por estos meses. Son las tres y algo de la tarde de este sábado de semana mayor y mientras escribo estas líneas, alguien en el vecindario lindo y arbolado ha decidido ofrecer un concierto de la más hermosa música dominicana. Tiene un repertorio fantástico y su equipo de sonido no distorsiona. Me arranca plácidas sonrisas.

Y sí, me hace pensar en Proust, en esa manera infinita de ver la vida con los ojos del «esto no se acaba aquí».

Futuro. A eso nos refiere Proust siempre. No usa, para mi alivio, ese lenguaje abigarrado que me espanta. «La creación del mundo no ocurrió al principio de los tiempos, ocurre todos los días».

Cientos de millones de seres humanos están en este momento en estado de pánico. Se sienten totalmente indefensos. Otros tantos sienten igual miedo, pero lo manejan con más serenidad. Los jóvenes están a la expectativa. Para ellos, nadie, ni siquiera los peores gobiernos ni los más absurdos y estúpidos liderazgos podrán destruir su mañana. Los mayores estamos tristes. Es comprensible. Sabemos que el tiempo es un «recurso natural no renovable» y que cuando hagamos las cuentas lo perdido, eso que tantos años y tanto esfuerzo nos costó construir, se fue, perdido quedará, porque no tenemos ya edad para hacer todo de nuevo.

Pero jóvenes y mayores saldremos de esta tragedia con la capacidad de encontrar nuestras miradas en un cielo común.

Y los millones de supervivientes harán liturgias para homenajear a los caídos en esta guerra inesperada contra un bicho sin alma. Y quizás, aún adoloridos y con las metas menos pedantes, reconstruiremos lo que se pueda reconstruir y construiremos lo nuevo que hay que construir.

«Siempre es durante un estado mental pasajero cuando hacemos resoluciones duraderas», me susurra Proust.

Y yo, pues, le hago caso.

 

Santo Domingo de Guzmán, República Dominicana

Cuarentena de 2020

 

 

 

 

 

 

Lea la primera parte aquí

 

 

 

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