Por: Asdrúbal Aguiar
Desde el 2000 participo de las asambleas y trabajos de
la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), arraigado en una añeja convicción, obra
de mi experiencia personal, desde cuando friso apenas los 22 años y dirijo la
agencia de noticias IPS en Caracas.
Recibo mí carné nacional de periodista por la ONAPED en
1971, tachada por la izquierdista AVP – no existía el colegio – como reducto de
la derecha mediática. Era natural la divisoria maniquea. El clima de la
bipolaridad internacional dominaba. Pero aprendí que donde media la censura o
la autocensura a la libre expresión y al debate de las ideas, mueren las
posibilidades de la política y la democracia, cediendo la razón de ser de la vida
humana.
La relación de la prensa con el poder y quienes lo
ejercen – sobran ejemplos en Venezuela, hasta 1998 – es muy dura y conflictiva.
Quiérase o no el periodismo tiene por norte inexcusable controlar y escrutar al
mismo poder y denunciar a quienes abusan, en sede de la opinión pública, más
allá de los ámbitos de la representación popular.
Los políticos – también lo fui – demandan,
machaconamente, neutralidad y veracidad en los comunicadores; casi les exigen
enajenarse como personas – ser carpinteros de la noticia – o sustituir a los
jueces, únicos capaces de declarar la “verdad judicial”, con base a pruebas
controvertidas que, al caso, siempre las revisan sus superiores.
Con la instalación de la mordaza a los medios y su
perversa cultura modeladora de los hábitos políticos por Hugo Chávez, se acusa
de mentirosos a los periodistas. Se descalifica sistemáticamente su oficio,
generalizándose, por empeñado éste en matar a la democracia, fracturándole su
columna vertebral: Están tarifados, sirven a la oligarquía, ¿cuánto te pagan o para
que medio trabajas?, es la afirmación, la pregunta obstinada del mismo Chávez
ante quien le interpela y denuncia actos de corrupción en su gobierno, como el
celebérrimo Plan Bolívar 2000.
El ser humano, agente y destinatario de la
información, medra afectado por el fenómeno corriente de la sobreabundancia
informativa, que es cierto y acaso causa desinformación en los desprevenidos.
Ello impide o dificulta, dada la misma velocidad que tiene lugar en la
generación de las informaciones por razones de la deriva digital y del sentido
de oportunidad en espacios comunicacionales cada vez más competitivos, una construcción
de visiones racionales sobre el momento.
Somos presas del dilema que cita con propiedad Pierre
Bordieu sobre “la relación entre el pensamiento y la velocidad”. El receptor de
la información tiene poco tiempo “para hacer una pausa y pensar dos veces antes
de emitir un juicio”. Se trata, sin embargo, de un problema o fenómeno cuyo
origen no reside ni en el medio ni en el periodista sino en el comportamiento
sedentario o lerdo del receptor de la información, o en la gravedad de la circunstancia
que aquél y éste observan, recogen de distintas fuentes, y tienen el deber de
trasladar al público, oportunamente, sin dilación que implique censura y
traición moral del oficio.
La premisa ética no es, pues, la de informar con exactitud y verdad: «El
periodista debe informar con fidelidad acerca de los hechos cuyo conocimiento
haya procurado diligentemente y con ánimo de confirmación», tal y como lo
dispone el célebre fallo judicial New York Times vs. Sullivan, de
vigencia en las Américas.
Thomas Jefferson, en discurso que
pronuncia en 4 de marzo de 1805 para inaugurar su segundo mandato presidencial,
recuerda que es el juicio público o del público el que “corregirá los falsos
razonamientos y opiniones después de escuchar por entero a todas las partes”;
de donde vale el planteamiento kantiano en cuanto a que es sólo la libre
confrontación de las opiniones, incluso de las más duras y acres, la única que
permite al término ponderar los contenidos de la verdad.
La fuente y, si posible, la pluralidad
de fuentes sobre los hechos o los motivos que dan origen a una información
valen a falta de elementos inmediatos, fácticos o documentales de convicción;
ya que, de otra manera, la información perdería su valor y significado,
derivando en una suerte de autopsia, que es más propia para los médicos
forenses de la historia. Piénsese, por un momento, en los desafíos que se le
plantean y obligan al “periodismo de soluciones o de servicio”, agudamente
comentado por Hugo Aznar en su libro sobre Ética de la comunicación y nuevos
retos sociales.
Cabría preguntarse, así las cosas, si
por la falta de probanzas pueden omitirse u obviarse, éticamente, informaciones
rectamente obtenidas, que no estén fundadas en la mala fe o en el desprecio
abierto por la verdad y de las que dependa la sucesión o no de un hecho fatal y
perjudicial para la colectividad y para su vida institucional o democrática.
“Hay falta de veracidad, cuando no se
corresponden los hechos y circunstancias difundidas, con los elementos
esenciales de la realidad”, dicen los jueces al servicio de la revolución en
Venezuela. Los otros, demócratas, convienen en lo sustantivo, a saber, que el ser humano vive constreñido por la Verdad y la persigue; pero ni es
ni posee como humano a la Verdad en sí misma y mal puede o mal puede pedírsele,
de suyo, que la transmita. Debe perseguirla, sólo eso, con diligencia y buena
fe.
Lea también: “Los tiempos en la política“, de Asdrúbal Aguiar
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Por: Asdrúbal Aguiar
Desde el 2000 participo de las asambleas y trabajos de
la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), arraigado en una añeja convicción, obra
de mi experiencia personal, desde cuando friso apenas los 22 años y dirijo la
agencia de noticias IPS en Caracas.
Recibo mí carné nacional de periodista por la ONAPED en
1971, tachada por la izquierdista AVP – no existía el colegio – como reducto de
la derecha mediática. Era natural la divisoria maniquea. El clima de la
bipolaridad internacional dominaba. Pero aprendí que donde media la censura o
la autocensura a la libre expresión y al debate de las ideas, mueren las
posibilidades de la política y la democracia, cediendo la razón de ser de la vida
humana.
La relación de la prensa con el poder y quienes lo
ejercen – sobran ejemplos en Venezuela, hasta 1998 – es muy dura y conflictiva.
Quiérase o no el periodismo tiene por norte inexcusable controlar y escrutar al
mismo poder y denunciar a quienes abusan, en sede de la opinión pública, más
allá de los ámbitos de la representación popular.
Los políticos – también lo fui – demandan,
machaconamente, neutralidad y veracidad en los comunicadores; casi les exigen
enajenarse como personas – ser carpinteros de la noticia – o sustituir a los
jueces, únicos capaces de declarar la “verdad judicial”, con base a pruebas
controvertidas que, al caso, siempre las revisan sus superiores.
Con la instalación de la mordaza a los medios y su
perversa cultura modeladora de los hábitos políticos por Hugo Chávez, se acusa
de mentirosos a los periodistas. Se descalifica sistemáticamente su oficio,
generalizándose, por empeñado éste en matar a la democracia, fracturándole su
columna vertebral: Están tarifados, sirven a la oligarquía, ¿cuánto te pagan o para
que medio trabajas?, es la afirmación, la pregunta obstinada del mismo Chávez
ante quien le interpela y denuncia actos de corrupción en su gobierno, como el
celebérrimo Plan Bolívar 2000.
El ser humano, agente y destinatario de la
información, medra afectado por el fenómeno corriente de la sobreabundancia
informativa, que es cierto y acaso causa desinformación en los desprevenidos.
Ello impide o dificulta, dada la misma velocidad que tiene lugar en la
generación de las informaciones por razones de la deriva digital y del sentido
de oportunidad en espacios comunicacionales cada vez más competitivos, una construcción
de visiones racionales sobre el momento.
Somos presas del dilema que cita con propiedad Pierre
Bordieu sobre “la relación entre el pensamiento y la velocidad”. El receptor de
la información tiene poco tiempo “para hacer una pausa y pensar dos veces antes
de emitir un juicio”. Se trata, sin embargo, de un problema o fenómeno cuyo
origen no reside ni en el medio ni en el periodista sino en el comportamiento
sedentario o lerdo del receptor de la información, o en la gravedad de la circunstancia
que aquél y éste observan, recogen de distintas fuentes, y tienen el deber de
trasladar al público, oportunamente, sin dilación que implique censura y
traición moral del oficio.
La premisa ética no es, pues, la de informar con exactitud y verdad: «El
periodista debe informar con fidelidad acerca de los hechos cuyo conocimiento
haya procurado diligentemente y con ánimo de confirmación», tal y como lo
dispone el célebre fallo judicial New York Times vs. Sullivan, de
vigencia en las Américas.
Thomas Jefferson, en discurso que
pronuncia en 4 de marzo de 1805 para inaugurar su segundo mandato presidencial,
recuerda que es el juicio público o del público el que “corregirá los falsos
razonamientos y opiniones después de escuchar por entero a todas las partes”;
de donde vale el planteamiento kantiano en cuanto a que es sólo la libre
confrontación de las opiniones, incluso de las más duras y acres, la única que
permite al término ponderar los contenidos de la verdad.
La fuente y, si posible, la pluralidad
de fuentes sobre los hechos o los motivos que dan origen a una información
valen a falta de elementos inmediatos, fácticos o documentales de convicción;
ya que, de otra manera, la información perdería su valor y significado,
derivando en una suerte de autopsia, que es más propia para los médicos
forenses de la historia. Piénsese, por un momento, en los desafíos que se le
plantean y obligan al “periodismo de soluciones o de servicio”, agudamente
comentado por Hugo Aznar en su libro sobre Ética de la comunicación y nuevos
retos sociales.
Cabría preguntarse, así las cosas, si
por la falta de probanzas pueden omitirse u obviarse, éticamente, informaciones
rectamente obtenidas, que no estén fundadas en la mala fe o en el desprecio
abierto por la verdad y de las que dependa la sucesión o no de un hecho fatal y
perjudicial para la colectividad y para su vida institucional o democrática.
“Hay falta de veracidad, cuando no se
corresponden los hechos y circunstancias difundidas, con los elementos
esenciales de la realidad”, dicen los jueces al servicio de la revolución en
Venezuela. Los otros, demócratas, convienen en lo sustantivo, a saber, que el ser humano vive constreñido por la Verdad y la persigue; pero ni es
ni posee como humano a la Verdad en sí misma y mal puede o mal puede pedírsele,
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fe.
Lea también: "Los tiempos en la política", de Asdrúbal Aguiar
[post_title] => Sin expresión libre no hay política, menos democracia - Asdrúbal Aguiar
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