Sobre los fantasmas - Federico Vegas

Sobre los fantasmas – Federico Vegas

Asusta pensar que vivimos bajo una maldición que necesita nuestros votos para sobrevivir. ¿Cuál es la opción de los que no pueden elegir? Ya suena bastante fantasmal que el ejercer la sana costumbre de disentir consista en “no” votar. Si el voto es la única expresión posible de ese deseo de democracia, pero se impone la tesis opuesta, ¿cómo sabremos cuándo ha llegado nuestra verdadera oportunidad de vencer votando? Y el autor sentencia en esta reflexión cargada de emotividad, realismo y temores ciertos, sobre la Venezuela que dejó atrás pero que siempre tiene presente: No tengo otra alternativa que defender el voto y respetar a quien lo ejerza.

Publicado en: La Gran Aldea

Por: Federico Vegas

Cuando conocí a Karina Sainz Borgo era una joven periodista tan concentrada y seria que no le entendía las preguntas. Días, o semanas después, cuando por fin captaba la profundidad y el acierto del tema que proponía explorar, ya era tarde para responderle.

Mientras estaba escribiendo Los Incurables, una novela devorada por un exceso de reflexiones, Karina me regaló una foto de Armando Reverón frente a un espejo fracturado. Tanto su rostro, como su cuerpo y su castillo aparecían segmentados. Ahora comprendo que una de las obsesiones de Karina era la relación del alma con los fragmentos del hogar, del cuerpo, de los inicios. De nuevo entendí tarde el mensaje y no aproveché a fondo la pista que me estaba obsequiando.

Pasaron los años y apareció el suceso descomunal, frenético, de La hija de la española. Dice el dicho: “Persona envidiosa no puede ser dichosa”, pero yo sentí, gracias a Karina, una envidia dichosa. Esa podría ser la diferencia en nuestra relación con el mundo, lo que padecemos por “culpa de” y lo que sentimos “gracias a”.

“¡Los votos de la oposición para elegir los candidatos y presentarnos unidos hubiesen sido tan valiosos!”

Hago esta introducción para adentrarme en una frase de su artículo en el ABC, El sepulturero y el de las monedas, donde habla de unas “elecciones que se celebran en un país vaciado en el que ya sólo votan los fantasmas, gente a la que le han robado la sana costumbre de disentir”.

No me atrevo, ni siquiera en la soledad de mi habitación, a calificar a los que votan o no votan en Venezuela. Mi ausencia es tal que no me permite ni siquiera “no” votar. Pero no vengo a discutir la opinión de Karina sino a comprenderla. El verbo “comprender”, además de entendimiento, tiene algo de compasión (tan semejante a con pasión); y no hablo solo de compasión hacia la persona cuya obra trato de entender, sino también hacia mí mismo, hacia mis dudas e incapacidades. Creo que así la entendían los griegos, como un “sufrir juntos”, y en Venezuela nos quedan muchos sufrimientos por enfrentar.

Pero, ¿qué es un fantasma? De niño era una figura a punto de aparecer, de brillar en la oscuridad. La idea de ver algo que no existía me resultaba tan terrorífica como atractiva. Más tarde conocí en mi juventud, y me hizo sufrir mucho, la carga fantasmal de esas situaciones que han cesado pero aún nos atormentan y trastornan. Demasiado pronto pude hablar de “un pasado lleno de fantasmas”.

“La comprensión y compasión entre el que vota y el que no vota, entre el que está adentro y afuera es la única manera de unirnos y enfrentar a los invasores”

Esta acepción ha ido compartiendo terreno con su absoluto opuesto, me refiero a esos fantasmas vanidosos y fatuos que presumen sobre algo que no existe, que no tiene base, o de logros que jamás alcanzaron. No son fantasmas creados o imaginados por quien los contempla, sino por el propio personaje que engaña a los demás y, de paso, a sí mismo.

También hay fantasmas heroicos. Algunas de las cualidades fantasmagóricas pueden resultar muy útiles. Un ejemplo pobló mi infancia: The Phampton (El Fantasma que camina) de Lee Falk, también creador de Mandrake el mago.

¿A qué clase de fantasmas se está refiriendo Karina?

Ciertamente no a los héroes que luchan contra el mal, tampoco a esas imágenes llenas de fantasía que creamos o imaginamos, ni a las apariciones que suponemos reales al no poder encontrarles una explicación. Creo que Karina se refiere por un lado a esos recuerdos que pueden llegar a trastornarnos y por el otro a esos personajes que nos llenan y se llenan de falsas esperanzas sin fundamento. Añádase una posibilidad aún más triste, el fantasma como un espectro que a nadie asusta ni conmueve, sin verdadera sustancia ni sustento; alguien que sin un razonable control de su destino, viene a ser el espíritu irredento de algo que una vez fue.

Rómulo Betancourt llamaba a Jóvito Villalba un “cadáver insepulto”, pero, tras el tinglado de la política, eran buenos amigos. Parece que Jóvito recordó el calificativo sin rencor cuando asistió al entierro de Rómulo.

Cualquiera sea la acepción del calificativo fantasma, creo que debemos administrarlo con la misma piedad al hablar de quién vota como de quién no vota, sobre todo por parte de aquellos que pertenecemos a la diáspora que Karina estima en seis millones.

Quienes estamos físicamente alejados de la patria y, en consecuencia, de esa suerte de “ser o no ser” electoral, tenemos más chance de representar una suerte de fantasma por la simple realidad de nuestra ausencia. Ya suena bastante fantasmal que el ejercer la sana costumbre de disentir consista en “no” votar. Para los que viven en Venezuela, esta opción puede lucir demasiado fácil para ser una postura política: basta con quedarse en casa. Según esta vara de medir, imaginen cómo se siente de inexistente quien estando en Barcelona, España, ni siquiera puede “no” votar.

“Si una democracia muere, no tiene porqué morir la idea, el concepto de democracia. Igual ocurre con el voto”

Esa sensación de llevar a cuestas una dosis fantasmagórica la sentí cuando volví a Caracas para el entierro de mi suegra. Me encontré en el Cementerio del Este a un viejo socio que me dijo con cara de asombro:

-¡Por fin apareciste!

En ese instante me convertí en un espectro que se materializaba, con tanta culpa, que llegué a pensar que algo le debía.

Fernando Adam, compañero de caminatas aquí en Barcelona, me cuenta que cuando fue a Caracas no hacían sino preguntarle:

–Entonces, ¿cómo es la vaina?, ¿tú ahora estás allá o aquí?

-¿Acaso no me estás viendo? -respondía Fernando, esforzándose por meteorizarse.

Ese es nuestro problema y el de todo fantasma, poder entrar y salir, aparecer y desaparecer sin dejar rastro. No existen los fantasmas de una exclusiva y definitiva aparición.

Karina habla de un país vaciado, un participio exigente al usarlo como adjetivo. Cuando decimos: “La película era tan mala que se vació el cine”, la sala no ha sido vaciada, algo que si ocurriría en caso de incendio o, para dar un ejemplo más cercano a Venezuela, en caso de que se funda el proyector o se roben los rollos de película.

Ya quisiera haber salido de mi patria perseguido por mis escritos, para no cargar con la evanescencia de poder regresar y volver a salir a la semana siguiente. Digamos que me vacié a mí mismo, me vacié de Venezuela al excluirme sin que nadie me lo impusiera, inventándome un exilio que no es más que una ausencia sin fecha de caducidad. Juro que hice lo posible, dentro de lo que sé hacer, para ganarme una prohibición, el sello de una exclusión impuesta. Si no regreso es porque sentiría la humillación de no lograr escribir lo que realmente le duele a los invasores que están desnaturalizando a Venezuela. En definitiva, mi verdadera condición no es más que una fantasía, una palabra que, por cierto, comparte su origen con la palabra fantasma.

Ni siquiera sé si soy parte de la diáspora, una condición que exige la presencia de semillas regadas por vientos muy fuertes. Para considerarte parte de la diáspora tienes que haber sembrado en otras tierras y, al mismo tiempo, añorar la tierra donde has dejado de sembrar. Yo solo soy, fundamentalmente, un abuelo que sigue a una abuela que sigue a unos nietos. Una de mis hijas se mudó a una ciudad que está a quince horas de vuelo de Barcelona. Bajo los parámetros de mi resistencia al jetlag equivale a un viaje interestelar.

Karina misma habla del cielo de Madrid y El Ávila, de cómo su familia en Venezuela la deja sin dormir, de siempre haber dicho que no se fue, que su cabeza sigue allí, que espera volver. Pero ella cuenta con la ventaja de haber sembrado literatura, una semilla que puede ser fértil en todas las tierras.

La literatura nos ofrece también advertencias terribles. El poema de Constantino Cavafis, “La ciudad”, parece escrito para atormentar a los venezolanos. Nos habla de una ilusión: “Una ciudad mejor con certeza hallaré”; de una justificación: “Cada esfuerzo mío está aquí condenado”; y, en la última línea, termina refiriendo la ciudad que hemos abandonado al resto del mundo:

La vida que aquí perdiste

la has destruido en toda la tierra.

Antes de concluir voy a referirme a un cuento y una novela.

El cuento aún está por escribirse. Me lo contó Francisco Suniaga cuando lo llamé para hablar sobre “votar o no votar”. Francisco mantiene su defensa del voto con una sólida consistencia. Yo, en cambio, dudo y tiendo a desenfocarme. Quiero creer que la duda suele estar más cerca de la realidad que las convicciones. Digamos que la duda siempre está rondando y la convicción es como un dardo que si no acierta cae en el vacío. Cuando le hablé a Francisco de mi creciente condición de fantasma, comenzó a hablarme de la madre de Luis Beltrán Prieto Figueroa, llamada Josefa.

“Somos un espejo roto que ya nadie sabe como volver a armar. Lo que recordamos como bueno comienza a sonar excepcional, irrepetible y hasta inexplicable, y así llega a fracturarse nuestra relación con la democracia”

Josefita horneaba y despachaba unos panes deliciosos desde su casa en La Asunción. Todos los días pasaba frente a su casa un loco muy pobre al que le decían Jobino y Josefita le regalaba un par de barras. Una vez Jobino estuvo una semana sin buscar su ración de pan. Cuando por fin se apareció, Josefita le dijo:

-¡Caramba! ¡Jobo! Yo pensé que te habías muerto.

Y Jobino respondió persignándose:

–Fita, si me hubiera muerto, no te lo pudiera negar.

Jobino tenía razón, ni los muertos ni los fantasmas pueden negarse, disentir. La cuestión es a qué equivale negar que estés muerto en unas elecciones. ¿Qué significa para los venezolanos estar tan vivos como Jobino?, ¿será el voto un testimonio de vida o de muerte?

La paradoja es espantosa. Asusta pensar que vivimos bajo una maldición que necesita nuestros votos para sobrevivir.

La novela que quiero citar nos sumerge de lleno en este asunto de los fantasmas. Es un tema que me resulta fascinante. Desde que comencé a escribir este ensayo, puedo ver a mi espectro vagar por nuestra casa en Caracas oliendo los libros que ya no puedo leer. Yo, que tenía el mejor lado de la mejor cama del mundo, frente a una ventana abierta a una quebrada desbordante de árboles alegrando las brizas y los amaneceres, me desperté esta mañana desubicado, retornando de unos extraños sueños que no se parecen a los míos.

La novela se titula La hija de la española, una construcción admirable sobre un tema en apariencia imposible; una fantasía compensada por enormes dosis de realismo, y de crueldad; un cuento de hadas poblado de brujas y, sobre todo, de fantasmas. Tanto la española, como la venezolana que usurpa su identidad, han ido dejando de existir, aislándose, vaciándose, hasta convertirse en espectros. La propia protagonista se pregunta: “¿Cómo armar el relato de mi propia desaparición?”, y le basta con enviar una breve carta al trabajo, “Me marcho por un tiempo”, para considerarse esfumada, algo factible en una sociedad donde “por un tiempo” es para siempre. Ya nada ni nadie la necesitan. Hasta la madre de la española parece que tenía “un aire de más allá”.

Una de las frases finales, cuando la protagonista está a punto de montarse en el avión, nos recuerda nuestras recientes elecciones:

Dejé mi pasaporte en el mostrador. Bajé a la pista. Obedecí, la opción de los que no pueden elegir.

Aclaro que no está hablando Karina, sino el extraordinario personaje que ha creado para representar nuestro drama. Dicho esto, volvamos a la pregunta central: ¿Cuál es la opción de los que no pueden elegir? La respuesta de la venezolana se hace estruendosa al aterrizar en Madrid:

–Maldito país: no volverás a verme nunca más -dije en voz baja.

La última línea, el cierre final, me lleva a pensar en algo que sentimos y tratamos de ocultar los fantasmas que estamos fuera de Venezuela.

En Caracas, siempre sería de noche.

Cada vez que Venezuela se hunde un poco más, las noches y los días de quienes allá viven se hacen más lúgubres, mientras quienes están fuera se felicitan por su decisión. ¿Y cuál creen que es la ecuación cuando algo huele bien en Venezuela?

¿Qué conclusiones podemos sacar al reflexionar sobre las líneas de Karina en el ABC? Creo que se expresó con más pasión que compasión. Pero le doy las gracias, sin ese artículo no hubiera abordado este tema hasta exclamar: “Amado voto de mis desdichas, ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.

¿Qué pienso de aquellos que votaron? Más que pensar siento ternura, cariño, comprensión, por una razón muy sencilla: entre ellos tengo una hermana, un hermano y un cuñado. Mi horror, mi rechazo apasionado, se centra en los opositores que se presentaron divididos. Ellos son los fantasmas del tipo C: vanidosos, fatuos, presumidos, sumidos en su ego y desconectados de la realidad. ¡Los votos de la oposición para elegir los candidatos y presentarnos unidos hubiesen sido tan valiosos!

La comprensión y compasión entre el que vota y el que no vota, entre el que está adentro y afuera es la única manera de unirnos y enfrentar a los invasores.

“¿Será el voto un testimonio de vida o de muerte?”

Peor que quienes invaden desde afuera hacia adentro son quienes parten de nuestro interior y se llevan todo al exterior. Y por llevarse me refiero a acabar con los recursos materiales y espirituales del país y convertirlos en cuentas en el exterior. Ese proceso ha sido largo y constante. ¡Cuánto nos corrompen las aguas estancadas que nos van dejando! Ese es nuestro más punzante enemigo, el estancamiento, la costumbre, creer que ese cielo siempre ha de ser negro.

Karina lo está planteando en la frase de esa joven mujer que acaba de partir. Los que estamos afuera y los que están adentro podemos comenzar a creer que quien está maldito es el país, que se trata de algo que radica en nuestra naturaleza, en nuestra verdadera historia, en nuestros genes. Somos un espejo roto que ya nadie sabe cómo volver a armar. Lo que recordamos como bueno comienza a sonar excepcional, irrepetible y hasta inexplicable, y así llega a fracturarse nuestra relación con la democracia. No me refiero solo al voto, sino a dejar de amar con pasión el derecho que tiene el pueblo a elegir y controlar a sus gobernantes.

La herida más fuerte que recibió mi fe en el voto no fue a causa de las elecciones perdidas por supuestos fraudes, sino a aquella victoria ejemplar de mayoría absoluta en el Congreso. Cuando esa victoria se convirtió en una derrota aún más profunda, todos comenzamos a cuestionarnos profundamente, a deprimirnos. Pero, ¿acaso la culpa fue de nuestros votos?

Si una democracia muere, no tiene porqué morir la idea, el concepto de democracia. Igual ocurre con el voto, única expresión posible de ese deseo de democracia. Si se impone la tesis opuesta, ¿cómo sabremos cuándo ha llegado nuestra verdadera oportunidad de vencer votando?

Una última idea, la más difícil de articular, de escribir. Creo que la única alternativa al voto es la guerra, el enfrentamiento total y reiterado hasta la victoria. Esa hubiera sido la propuesta de Simón Bolívar ante una situación aún más grave que la de una colonia sometida al Imperio español. Ante esta opción, no tengo otra alternativa que defender el voto y respetar a quien lo ejerza.

Pascal entendería nuestra situación. Él pensaba que la probabilidad de que Dios exista es remota, mínima, pero el premio es infinito si esa posibilidad resulta ser cierta. Resulta tan fácil hablar de estas infinitudes para quien cree ser un hijo del hijo de los hijos de una española, y ahora está viviendo en Barcelona.

 

 

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