Sobre una falla telúrica – José Rafael Herrera

Publicado en: El Nacional

Por: José Rafael Herrera

José Rafael Herrera

Después de terminada la cruenta guerra por conquistar la independencia y establecerse como república separada del resto de los países que conformaron la Colombia de Bolívar, Venezuela se despertó tambaleante y famélica, arruinada y sin mayor preparación como para poder enfrentar la gruesa y pesada labor de asumir su reconstrucción orgánica. Había quedado prácticamente destruida como resultado de una guerra fraticida, primero contra España, luego contra el resto de los departamentos del edificio grancolombino y, poco tiempo después, contra sí misma, una vez que su territorio iba siendo fragmentado al paso de las facciones caudillescas compuestas por ambiciosos “coroneles”, es decir, por “tiranuelos de turno”, como los calificara el propio Bolívar, cuya única aspiración consistía en anteponer la vanidad de sus intereses personales por encima de los de una naciente república que ameritaba estabilidad y paz, educación, salud y trabajo, iniciativas civiles, libertades económicas, recuperación y recomposición del aparato productivo, a objeto de consolidarse como proyecto viable y concreto. Pero no fue así. Al final, se impusieron las ambiciones y, con ellas, los intereses de unos pocos por encima de las carencias y pesares de la mayor parte de la sociedad. Fue entonces cuando el rentismo populista se fue transformando en el santo y seña de la cotidianidad.

Desde su fundación como nación, Venezuela se construyó sobre una “falla telúrica”, sobre una crisis orgánica, sobre un profundo y doloroso desgarramiento de su ser y de su conciencia sociales. Más allá de la mitología recreada por Eduardo Blanco en su Venezuela heroica, más allá de las solemnidades, de los desfiles y de las tonadas épicas, el país se fue convirtiendo en una auténtica fábrica de fámulos en medio de la oscura noche de una barbarie ambiciosa interminable. El hambre, la miseria y las patologías endémicas se apoderaron del país, mientras un puñado de gángsteres –que literalmente asaltaron el poder– se beneficiaban de las riquezas materiales y de la fuerza de trabajo de su depauperada e ignara población. Y con la significativa desproporción de los platillos de la justicia, fue creciendo el resentimiento social, tal como crece la mala hierba.

En La nacionalidad venezolana, escribe Gonzalo Parra Aranguren que José Tadeo Monagas, uno de esos “héroes” de la independencia, junto con su hermano José Gregorio, encabezaron en las provincias orientales un pronunciamiento en favor de la reintegración de Colombia bajo la presidencia de Bolívar. No obstante, al hacerse del dominio público la muerte del Libertador, los hermanos Monagas –para entonces, cabezas visibles del “Movimiento Bolivariano Revolucionario”–, cambiaron de táctica y decidieron convocar asambleas “populares” o “constituyentes”, para hacerlas votar resoluciones previamente elaboradas en favor de la separación. De hecho, antes de 1830, la Provincia de Caracas se había manifestado por la reintegración de Colombia, pero tal intento fracasó porque los Monagas intervinieron directamente en contra de tal decisión. A diferencia de la naturaleza, en la historia no existe el mecanicismo de los “eternos retornos”, pero sí hay una espiral –o, en todo caso, un laberinto– pleno de corsi e ricorsi. Decía Marx que la historia se repetía dos veces: la primera vez como tragedia, la segunda como comedia. Solo que, tal vez, detrás de cada renovada comedia surja una nueva y más –o menos– potente tragedia, inspirada en la anterior, incluso paralela y análoga a ella, aunque no sincrónica ni idéntica. Y es que, más que ciclos, se trata de sismos.

De un lado, las ideas civilistas de los Juan Vicente Gonzalez, Fermín Toro y Cecilio Acosta. Del otro, la fuerza de la barbarie de los Monagas, Guzmán y Castro. Sobre la misma tierra, diría Gallegos, la historia venezolana se funda sobre un movimiento brusco y repentino que la desgarra en dos extremos: de un lado, la barbarie en las osadías de los Carujo; del otro, la civilización y las exigencias de justicia de los Vargas. Allá el militarista, machete en mano. Acá el rector magnífico, ley en mano. El clasicismo intelectual y el barbarismo caudillesco y populista. Las élites intelectuales, cultas, de pulcro latín y Derecho romano, frente a las masas, ese “desierto de los hombres del desierto, ansiosos de expresión, cuyo caudillo y profeta se llamaba Ezequiel Zamora”, como afirma Picón Salas en su Comprensión de Venezuela. En fin, el otro del otro. El ser de una parte y el deber ser de la otra. Sobre tal desgarramiento se ha ido fraguando el bahareque del país.

Sin reconocimiento no hay desarrollo. Una sociedad incapaz de pensar lo que hace y de hacer lo que piensa, no forma un país sino un conglomerado de intereses particulares, sin orden ni conexión. Es una multitud o una multiplicidad. Es el reino de las improvisaciones, del negocio fácil y del esfuerzo mínimo, de la corrupción material y espiritual, de la riqueza rápida, urdida sobre el lucro, la estafa y el perjuicio del bien común: una real y efectiva cleptocracia de la que se pudiese hacer un riguroso seguimiento histórico. Un conflicto pendular, latente y continuo, no resuelto hasta el presente, marcado por la recíproca indiferencia y por su consecuente impotencia. Tarde o temprano tenían que aparecer los escombros de las ruinas del laberinto. Después de veinte años continuos, dedicados sistemáticamente a destruir el tejido que con tanto esfuerzo se construyera durante los cuarenta años anteriores; después de haber saqueado las arcas del Estado y de hipotecar los recursos minerales ubicados en el último santuario aborigen del territorio nacional; de destruir su industria, en general, y la industria petrolera, en particular; de llevar a la mengua la producción agrícola y ganadera; de asfixiar la educación superior y de convertir la educación primaria y secundaria en un parapeto –lo que en Venezuela significa: “cosa inútil o inservible”–, solo apto para la manipulación y el fraude ideológicos; después de extirpar la estructura sanitaria, la seguridad, el transporte público, la vialidad y los servicios básicos; de reprimir, perseguir y encarcelar a todo aquel que manifieste su descontento; de amordazar y bloquear la opinión pública y mantener bajo amenaza a los medios de comunicación; de aplastar a botazos la moneda que lleva el nombre de quien tanto dicen venerar, se puede decir que los Carujo han terminado por imponer su voluntad sobre los Vargas, y que mientras la gran mayoría, ese inmenso conglomerado que reclama un futuro mejor, próspero y digno, libre y en paz, no se organice aquí y ahora y haga surgir de sus entrañas la unidad orgánica, capaz de reconocerse a sí misma, la falla telúrica irá creciendo cada vez más.

 

 

 

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