La superfectación es una extraña palabra, tan extraña como su significado. No obstante, y a pesar de su condición extraordinaria, su uso tanto en las ciencias médicas –especialmente en obstetricia– como en el campo de la zoología, no es del todo infrecuente. No así en el de la lógica simbólica o, por extensión, en el de aquellas disciplinas que han hecho del silogismo aristotélico su fundamento natural, su punto de partida. ‘P>Q’, fin de la discusión. O llueve o no llueve. No se puede ser o estar y no ser y no estar en el mismo espacio y al mismo tiempo. Y, sin embargo, la superfectación, a pesar de las precisas indicaciones aristotélicas, comporta la posibilidad cierta de que, por ejemplo, una mujer quede embarazada estando ya embarazada, a pesar de que cuando se produce la fecundación de un óvulo –como dice la reseña en cuestión– “se inicia una cascada hormonal, cuyo objetivo es impedir que sigan madurando nuevos óvulos y que se produzcan nuevas fecundaciones”. Pero –y es que tanto en la vida como en la filosofía siempre hay un terrible pero– “en ocasiones acaban anidando en el útero varios fetos en distinto estado de desarrollo. Así, la zoologa Kathleen Röllig, del Instituto Leibniz, en Berlín, ha descubierto con ecografías que las liebres preñadas pueden sufrir un segundo embarazo”. Durante su época de apareamiento, en marzo, las liebres macho boxean entre sí por el amor de las hembras. Se dice que pierden por completo “la cordura”. El estar “loco como una liebre de marzo”, es una conocida metáfora popular.
Unas cuantas liebres de marzo han terminado “boxeando” sobre el
fértil terreno de la lógica aristotélica, generando a la larga
peligrosas superfectaciones que, poco tiempo después, terminan en
empreñamientos de doble factura, curiosas epifanías, Janos o “vuelvan
caras”, cuyas insolvencias materiales y espirituales terminan
produciendo esos extraños freakies que, tarde o temprano, ponen
en peligro el buen nombre de la civilización humana. No cabe duda:
tipos como Hitler o Stalin, como Mao o Kim Il-sun, como Fidel o Chávez
son el resultado de tan curiosas experiencias, de esos extraordinarios
fenómenos que reciben el nombre en cuestión. Y no son pocos los casos
tanto en las ciencias sociales como en las ciencias políticas. La obra
de unos cuantos filósofos adolece de esta engorrosa condición.
Especialmente la de aquellos que gozan de mayor popularidad. Ya lo decía
Sartre en relación con una obra como el Manifiesto de Marx: se
trataba, en su opinión, de “la vulgarización de un pensamiento”. Y es
que –para no tener que atravesar las aguas del insufrible barruntar
posmoderno en relación con Nietzsche– bastará con señalar que cuando
Marx postula la actividad sensitiva humana –la praxis– como núcleo central de su filosofía, con ello, a fortiori,
está declarando la bancarrota del materialismo. Pero si Marx –según lo
que oficialmente sostienen los apologetas de la franquicia– es un
materialista, entonces inevitablemente le pone fin a la actividad
sensitiva humana como centro motor de su pensamiento. Más aún, cuando la
filosofía ejerce su función como legítima teoría crítica de la
sociedad, con ello desecha la vana manía de pretender predecir el
futuro. Pero cuando esta se dedica a predecir el porvenir, con ello cesa
su función como teoría crítica y, por ende, como filosofía en sentido
estricto. Una concepción filosófica no es, y no puede ser, una doctrina,
una fe, un dogma, una ideología. Mientras la filosofía se esfuerza por
denunciar –more geometrico demostrata, diría Spinoza– la
irracionalidad, la injusticia o la decadencia de una determinada
formación cultural, las llamadas doctrinas procuran sembrar esperanzas
en un mundo construido, según la conocida expresión maquiaveliana,
“sobre las nubes”, garantizando con ello su propio beneficio y
preservación.
Cuenta un entrañable amigo de siempre que, durante sus años de
“formación” ideológica en la Juventud Comunista, Pedro Ortega Díaz les
decía, no sin severidad enfática: “El marxismo no es un dogma. ¡Repitan
conmigo…!”. Por supuesto, Lenin lo superaba con creces: según su
ortodoxa opinión, “el marxismo es una ciencia exacta”. Pero, en todo
caso, el así llamado “socialismo del siglo XXI” es, en relación con sus
figuras precedentes, la superfectación de una superfectación. Y, por
cierto, nada de esto tiene que ver con el pensamiento dialéctico. En
primer lugar, porque no es pensamiento sino representación. En segundo
lugar, porque no es dialéctica sino fe positiva, tomada de la más
momificada versión del entendimiento abstracto. Así, pues, Heinz
Dieterich, es el padre de la creatura de ese llamado “nuevo proyecto
histórico” que consiste en apuntalar una sarta de recetas acerca del cómo se
debe implementar un régimen socialista: el “desarrollismo democrático”,
la “economía de equivalencias”, la “democracia participativa y
protagónica”, la organización de los “colectivos de base”, la
construcción del “bloque regional de poder”, como garante de la
integración económica de los “Estados progresistas” latinoamericanos,
así como del “bloque regional de poder popular”, suerte de coordinadora
continental de los movimientos sociales en apoyo al “proceso
revolucionario”. En fin, su propuesta puede resumirse en una simple
consigna: “Liberalismo sin capitalismo; socialismo sin estatismo”. Por
fortuna, the dream is over, como diría Lennon.
Sin más fundamentación que la presuposición y el dar por sentado, y tomando como referencia immobile a esa especie de alter ego de
Marx superfectado por la fértil imaginación del fanatismo materialista
soviético, el novísimo socialismo del siglo XXI, fecundado por
Dieterich, dejó de ser un legajo de sublimes –y ociosas– fantasías para
terminar, puesto en las manos del Galáctico de las estepas –¡esa liebre
de marzo! –, en el más vetusto de los estalinismos. Decía Hegel que los
sueños más sublimes de la Revolución francesa terminaron en la pesadilla
de la guillotina. Sí: “Sublime, terriblemente sublime. Pero no
bellamente humano”, escribe Hegel. Dieterich afirma que el Galáctico
desvió el camino magistralmente trazado por él. Doctor Frankenstein se
niega a asumir las consecuencias del desastre de su monstruosa
creación, de su “legado”. Hay que ser irresponsable en la vida para no
asumir las consecuencias de lo que, si no se ha pensado, por lo menos se
ha dicho.
La superfectación es una extraña palabra, tan extraña como su significado. No obstante, y a pesar de su condición extraordinaria, su uso tanto en las ciencias médicas –especialmente en obstetricia– como en el campo de la zoología, no es del todo infrecuente. No así en el de la lógica simbólica o, por extensión, en el de aquellas disciplinas que han hecho del silogismo aristotélico su fundamento natural, su punto de partida. 'P>Q', fin de la discusión. O llueve o no llueve. No se puede ser o estar y no ser y no estar en el mismo espacio y al mismo tiempo. Y, sin embargo, la superfectación, a pesar de las precisas indicaciones aristotélicas, comporta la posibilidad cierta de que, por ejemplo, una mujer quede embarazada estando ya embarazada, a pesar de que cuando se produce la fecundación de un óvulo –como dice la reseña en cuestión– “se inicia una cascada hormonal, cuyo objetivo es impedir que sigan madurando nuevos óvulos y que se produzcan nuevas fecundaciones”. Pero –y es que tanto en la vida como en la filosofía siempre hay un terrible pero– “en ocasiones acaban anidando en el útero varios fetos en distinto estado de desarrollo. Así, la zoologa Kathleen Röllig, del Instituto Leibniz, en Berlín, ha descubierto con ecografías que las liebres preñadas pueden sufrir un segundo embarazo”. Durante su época de apareamiento, en marzo, las liebres macho boxean entre sí por el amor de las hembras. Se dice que pierden por completo “la cordura”. El estar “loco como una liebre de marzo”, es una conocida metáfora popular.
Unas cuantas liebres de marzo han terminado “boxeando” sobre el
fértil terreno de la lógica aristotélica, generando a la larga
peligrosas superfectaciones que, poco tiempo después, terminan en
empreñamientos de doble factura, curiosas epifanías, Janos o “vuelvan
caras”, cuyas insolvencias materiales y espirituales terminan
produciendo esos extraños freakies que, tarde o temprano, ponen
en peligro el buen nombre de la civilización humana. No cabe duda:
tipos como Hitler o Stalin, como Mao o Kim Il-sun, como Fidel o Chávez
son el resultado de tan curiosas experiencias, de esos extraordinarios
fenómenos que reciben el nombre en cuestión. Y no son pocos los casos
tanto en las ciencias sociales como en las ciencias políticas. La obra
de unos cuantos filósofos adolece de esta engorrosa condición.
Especialmente la de aquellos que gozan de mayor popularidad. Ya lo decía
Sartre en relación con una obra como el Manifiesto de Marx: se
trataba, en su opinión, de “la vulgarización de un pensamiento”. Y es
que –para no tener que atravesar las aguas del insufrible barruntar
posmoderno en relación con Nietzsche– bastará con señalar que cuando
Marx postula la actividad sensitiva humana –la praxis– como núcleo central de su filosofía, con ello, a fortiori,
está declarando la bancarrota del materialismo. Pero si Marx –según lo
que oficialmente sostienen los apologetas de la franquicia– es un
materialista, entonces inevitablemente le pone fin a la actividad
sensitiva humana como centro motor de su pensamiento. Más aún, cuando la
filosofía ejerce su función como legítima teoría crítica de la
sociedad, con ello desecha la vana manía de pretender predecir el
futuro. Pero cuando esta se dedica a predecir el porvenir, con ello cesa
su función como teoría crítica y, por ende, como filosofía en sentido
estricto. Una concepción filosófica no es, y no puede ser, una doctrina,
una fe, un dogma, una ideología. Mientras la filosofía se esfuerza por
denunciar –more geometrico demostrata, diría Spinoza– la
irracionalidad, la injusticia o la decadencia de una determinada
formación cultural, las llamadas doctrinas procuran sembrar esperanzas
en un mundo construido, según la conocida expresión maquiaveliana,
“sobre las nubes”, garantizando con ello su propio beneficio y
preservación.
Cuenta un entrañable amigo de siempre que, durante sus años de
“formación” ideológica en la Juventud Comunista, Pedro Ortega Díaz les
decía, no sin severidad enfática: “El marxismo no es un dogma. ¡Repitan
conmigo…!”. Por supuesto, Lenin lo superaba con creces: según su
ortodoxa opinión, “el marxismo es una ciencia exacta”. Pero, en todo
caso, el así llamado “socialismo del siglo XXI” es, en relación con sus
figuras precedentes, la superfectación de una superfectación. Y, por
cierto, nada de esto tiene que ver con el pensamiento dialéctico. En
primer lugar, porque no es pensamiento sino representación. En segundo
lugar, porque no es dialéctica sino fe positiva, tomada de la más
momificada versión del entendimiento abstracto. Así, pues, Heinz
Dieterich, es el padre de la creatura de ese llamado “nuevo proyecto
histórico” que consiste en apuntalar una sarta de recetas acerca del cómo se
debe implementar un régimen socialista: el “desarrollismo democrático”,
la “economía de equivalencias”, la “democracia participativa y
protagónica”, la organización de los “colectivos de base”, la
construcción del “bloque regional de poder”, como garante de la
integración económica de los “Estados progresistas” latinoamericanos,
así como del “bloque regional de poder popular”, suerte de coordinadora
continental de los movimientos sociales en apoyo al “proceso
revolucionario”. En fin, su propuesta puede resumirse en una simple
consigna: “Liberalismo sin capitalismo; socialismo sin estatismo”. Por
fortuna, the dream is over, como diría Lennon.
Sin más fundamentación que la presuposición y el dar por sentado, y tomando como referencia immobile a esa especie de alter ego de
Marx superfectado por la fértil imaginación del fanatismo materialista
soviético, el novísimo socialismo del siglo XXI, fecundado por
Dieterich, dejó de ser un legajo de sublimes –y ociosas– fantasías para
terminar, puesto en las manos del Galáctico de las estepas –¡esa liebre
de marzo! –, en el más vetusto de los estalinismos. Decía Hegel que los
sueños más sublimes de la Revolución francesa terminaron en la pesadilla
de la guillotina. Sí: “Sublime, terriblemente sublime. Pero no
bellamente humano”, escribe Hegel. Dieterich afirma que el Galáctico
desvió el camino magistralmente trazado por él. Doctor Frankenstein se
niega a asumir las consecuencias del desastre de su monstruosa
creación, de su “legado”. Hay que ser irresponsable en la vida para no
asumir las consecuencias de lo que, si no se ha pensado, por lo menos se
ha dicho.