(J) Oda al Vaticano

Jean Maninat

 Agnus Dei, qui tollis peccata mundi,

                            miserere nobis.

Quien no haya sentido alguna vez ganas de vestir la túnica púrpura, exhibir un capelo cardenalicio, portar una piedra preciosa en el dedo anular, y deambular sin prisa por los jardines del Vaticano con alguno de sus pares, mientras se  susurran confidencias y se vislumbran funerales y entronizamientos, es un alma saludable que merece ser recompensada cuando el momento supremo le guiñe un ojo. Yo supe de mi humilde perdición en el instante en que comprendí, rozando la adolescencia, lo que quería significar la figura bocatto di cardinale: se me hizo agua la boca y los sentidos imberbes con los que tanteaba el mundo se despeñaron dando campanadas camino abajo del plexo solar. Fue una estocada certera del demonio, siempre acechante para robarse a las almas ingenuamente predispuestas al desapego por las buenas costumbres. Desde entonces, he seguido fascinado los ires y venires, a través de la historia, de esos personajes nobles, doctos en las razones de la fe y sus trampas, duchos en el gobierno de los hombres y siempre dispuestos a vencer, cara a cara, las tentaciones de las que está sembrado el camino al cielo y acompañan vigilantes los segundos, minutos, horas y días que alimentan su cuarto de hora de gloria terrenal.

Cómo no haber acunado una quimérica atracción por el Vaticano y sus delicias: el Colegio Cardenalicio, su Cónclave, su Decano, su Camarlengo, su Protodiácono, y la Curia Romana toda; incluso a pesar de las invectivas  de ateos contumaces, brillantes y burlistas como Buñuel y Fellini; Voltaire y Hitchens. Cómo no rendirse a la envidia insana que nos causan los Borgia, sobre todo desde que Jerome Irons personificara al Papa Alejandro VI, el más renombrado miembro de tan pérfida genealogía, en una serie de televisión de  factura anglosajona. Cesare y Lucrezia… vaya parejita. Pero no todo es incesto, dagas y anillos repletos de ponzoña; los hubo buenos, en el mejor sentido de la palabra, antes y después de ocupar el trono de Sumo Pontífice. Como aquel ficticio Cirilo I que personificó Anthony Queen en Las sandalias del pescador, un filme basado en la novela homónima del australiano Morris West, que fue publicada mucho  antes de que al fabricante italiano de calzado de lujo, Prada,  le diera por confeccionar mocasines rojos hechos a la medida pontificia. Y por supuesto, Francisco I, un hombre de a pie y transporte público, gregario y bonachón, desprovisto de la pompa y los oropeles que han caricaturizado a la Iglesia y dotado del mandato notable de acercarla a las aceras del planeta.

Pero seamos sinceros, no ha habido espectáculo más sobrecogedor, más fascinante, que una misa oficiada en la Basílica de San Pedro, remecida por un Agnus Dei, adornada por las tumbas cinceladas de tantos Papas célebres, enrarecida por el humo que se desprende de los incensarios  que basculan enérgicos en manos aptas y van dejando un aroma de siglos y siglos, mientras una masa de trajes oscuros y velos negros -hombres y mujeres de un alto linaje- musita las oraciones que les fueron  trasmitidas de generación en generación desde la más tierna infancia.  Se diría que al más allá se le puede rozar con un movimiento discreto de los labios.

Pero henos aquí  que la modernidad se coló por los resquicios de la fe y el rito se hizo liviano, familiar y parroquiano, y un día nos topamos con un sacerdote animoso cantando canciones sonsas, pero sentidas, al compás de una guitarra desafinada. Dios es como tú, nos quieren decir, usa jeans y porta el logo de  Adidas  grabado en el pecho. ¡Finalmente, logramos  domesticar la trascendencia! Gracias a  Ignacio de Loyola, todavía nos queda el diálogo culto, inteligente y comprometido de los Jesuitas.

Ah… pero el Vaticano sigue siendo el Vaticano, depósito de secretos milenarios, de tretas mundanas y reyertas partidarias. Es el reservorio con más abolengo de tramas novelescas en tiempo real, de traiciones y redenciones, de pugnas silenciosas entre hombres con el poder de decidir mutuamente el destino de los unos y de los otros reunidos en un mismo recinto cerrado al mundo. Hay misterio, hay emoción, hay sabiduría e inteligencia. ¿Qué más se puede pedir en el mundo chato y transparente que habitamos? Mientras los escritores urden con honestidad de orfebre sus tramas para hacernos la vida mas apetecible exponiendo sus enigmas; los aposentos y corredores de la Santa Sede dan rienda suelta a la imaginación y se pueblan de cuervos justicieros dispuestos a entregarnos la saga policíaca de sus acechanzas.

El cardenal Bertone, recién cesado en sus funciones de Secretario de Estado del Vaticano, confiesa que fue despedazado por una red de “víboras y cuervos” que anidaban a su alrededor en Roma, mientras él se dedicaba a tramitar los asuntos pendientes entre los designios geopolíticos celestes y los más terrenales de quienes son propensos a arrimar la sardina a su brasa siempre ardiente. Díganme: ¿no resulta inquietante saber que por siglos nadie que vista de púrpura ha podido conciliar el sueño serenamente, lo que se dice relax, en sus habitaciones  apostólicas, sin temer que un cuervo le saque un ojo o una víbora le gangrene el alma de una mordida? ¡Ni siquiera con el advenimiento de la luz eléctrica y el aire acondicionado!

Cómo no salivar con las intrigas entre los  Colonna y los Orsini, nobles familias especializadas en generar cardenales siempre prestos a ser Papas según nos evoca Mujica Láinez en Bomarzo. O cómo no maravillarse con las intrigas entre bandas cardenalicias que llevarían a siete Papas a residir en Avignon, tan cerca del foi gras y tan distante del Señor. Hagamos un paseo por  los sesenta años de locura y destape renacentista (1470 a 1530) que vieron pasar tantos cardenales mundanos que luego alcanzarían el Trono en medio de un festín sensual y vanidoso que dañó profundamente el talante espiritual de la Iglesia mientras acentuaba su vocación secular, tal como nos relata Barbara  Tuchtman en un capítulo de su singular y divertida obra, La marcha de la locura. O rindámonos al excelente compendio de política vaticana, digna de Maquiavelo –quien era más encantador de lo que el vulgo supone- que acopió Juan María Laboa en su Historia de los Papas. ¡Ah la política! La más vilipendiada de todas las artes, el más denostado de los pases de magia encontró su excelsitud en los 0,439 kilómetros cuadrados que confinan la última ciudad-estado que queda en Italia, después de que el empuje de Garibaldi echara las bases para la unificación de la península.

¿Qué preciados misterios se llevó consigo Joseph Aloysius Ratzinger a su autoexilio en Castel Gandolfo? ¿Los conoce su confesor? ¿Cuál es la combinación de la caja fuerte donde los guarda? ¿Qué le contó a Francisco I en sus encuentros? ¿Saldrán algún día a la luz pública las confesiones  de su mayordomo, Paolo Gabriele, hoy guardado bajo llave benigna con todo y sus secretos? ¿Qué oculta la sonrisa mediática del arzobispo Georg Gänswein, exsecretario privado del anciano recluso de los viñedos ponticifios? ¿Qué hay de las finanzas vaticanas que reviven hoy el fantasma de la trama del Banco Ambrosiano? ¿Qué tramaba en su sombra iluminada el todopoderoso cardenal Tarcisio Bertone antes de la caída en desgracia? ¿Podrá Francisco I desenrollar la madeja y no morir en el intento como Juan Pablo I? Todo un boccato di cardinale para Montalbano, el sabueso siciliano de Adrea Camilleri.

A la espera de que un despabilado productor de televisión venga con la idea de realizar una miniserie sobre el tema, seguiremos hurgando con gula en  la infinita caja de sorpresas que nos ofrece el Estado Vaticano, situaremos nuestras apuestas en las casillas de los eventuales sucesores, nos haremos más viejos a medida que los cardenales se hacen más ancianos atornillados en el cargo, quizás escucharemos con agrado el Angelus en un comprensible español porteño, y nos deleitaremos leyendo los relatos que seguirán dando cuenta del increíble oficio que significa pastorear almas nacidas con la  inclinación congénita para extraviarse en el pecado.

 Y last but not least, quienes somos creyentes de altura seguiremos exclamando a 30.000 pies sobre el nivel del mar, mientras el avión en el que nos desplazamos se sacude indómito entre rayos y centellas, un profano y suplicante: ¡Dios mío, no me eches esa vaina!

@jeanmaninat

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