De la impiedad - José Rafael Herrera

De la impiedad – José Rafael Herrera

Publicado en: El Nacional

Por: José Rafael Herrera

“La piedad es el fundamento de todas las virtudes”

                                         (viejo proberbio romano)

Es probable que la impiedad sea el primer síntoma -apenas un quiste, aparentemente insignificante- de la inminente enfermedad espiritual de todo el complejo organismo viviente de una determinada sociedad. En la Grecia clásica, ella fue conocida bajo el nombre de asebeia, una expresión compuesta por una (o alfa) privativa y por la palabra sebas, que significa sagrado. Así que lo que ha dejado de formar parte de lo sagrado, del sacramento mismo, es lo que ha devenido profanidad. De modo que los latinos llegaron a designar lo impius -lo impío- no como lo hiciera más tarde la cultura cristiana, esto es, como pérdida o extravío de la compasión, sino más bien como pérdida del fundamento mismo de las virtudes civiles. Profanar, aquí, no consiste en cortarle la cabeza a una virgen, o abrir la bóveda del Libertador para investigar las “verdaderas causas de su asesinato”, ni en sustituir el rostro de un muerto descompuesto por una copia fiel hecha en cera, o en someter a un pueblo al hambre, las pandemias, la mordaza y la migración forzada. Es mucho más que eso, porque atiende a las motivaciones de fondo -la descomposición del ethos en nombre del ethos– que dan acepción y significado a esos hechos puntuales.

En el sentido clásico del término, la impiedad es, entonces, sinónimo de ausencia de cualidades civiles, de valor y justicia, de coraje y solidaridad. Impío es, en consecuencia, el cobarde, el traidor. Un ser merecedor de desprecio, o más simplemente, el despreciable por antonomasia. En la Eneida, Virgilio concibe a Eneas como el prototipo del héroe romano, muy diverso, por cierto, del prototipo heleno. En efecto, mientras que Homero eleva en Aquiles la fiereza o en Odiseo la argucia, Virgilio destaca en Eneas las cualidades de la valentía y la fortaleza de un hombre decidido y, al mismo tiempo, pío, honesto y compasivo, con una inquebrantable determinación por la justicia. Él representa el ideal de la piedad de la Roma republicana, el pius Aeneas. El impío, en cambio, repudia la civilidad -el Ethos-, considerada tanto por griegos como por romanos el mayor sacramento. Es un idiota, en su acepción original, es decir, un individuo que se ocupa exclusivamente de sus asuntos privados, mezquino e ignorante, incapaz de comprender la trascendental importancia de los asuntos públicos, incluso para el bienestar de sí mismo. Fue con el cristianismo, en su condición de cultura hegemónica, que la impiedad adquirió el significado de ateo, o de “todo aquel que carece de fe en Dios y se mantiene hostil a la religión”.

Decía el Maestro Pagallo que solo la conciencia moderna -cuyos anhelos de universalización y desestimación de la historicidad son bien conocidos- había sido capaz de señalar a los contemporáneos de Sócrates -aquellos con quienes de continuo compartía el pan y el vino, se reunía y discutía acerca de temas y problemas inherentes a lo humano y lo divino- como los “pre-socráticos”. A partir de entonces, la diferenciación hermenéutica y conceptual se fue transformando, poco a poco y cada vez más, en distinción histórico-cronológica, con el agravante de que los Parménides o los Zenón de Elea terminaron siendo presentados, bajo el inefable auspicio de manuales, enciclopedias y breviarios de filosofía, así como de otras especies “epistemológicas”, para no hacer mención de las de menor realea internáutica, nada menos que como “los físicos”, antecesores del bueno y piadoso de Sócrates, a quien, por cierto, se le acusara injustamente de impiedad.

Es verdad que, a lo largo de la espiral de la historia humana, siempre han habido impíos -malandros, a fin de cuentas- que logran proyectar sobre los justos sus propias iniquidades, unas veces para garantizar sus beneficios y mantenerse en el poder, otras para escalar posiciones que les permitan morigerar sus resentimientos y saciar sus ambiciones personales, y, la mayor de las veces, para poder acallar las voces de la denuncia en su contra, esas voces que muestran el verdadero rostro de los tiranos, los populistas, los demagogos y, por supuesto, de aquellos que, sin mérito alguno, logran introducirse en el ambiente político con el objetivo de corromperlo, hasta sustituirlo por una organización gansteril que les permita dar cumplimiento a sus deseos -nada políticos, sino más bien personales- de riqueza, privilegios y sexualidad, como apuntaba el bueno de Spinoza.

Tampoco han faltado los pagliacci que, como Aristófanes del presente, van preparando el terreno propicio -la llamada “matriz de opinión”- para someter al escarnio público a un determinado hombre de bien. Y de pronto, casi inadvertidamente, el nombre de justicia es sustituido por el de venganza. Al final, Sócrates fue acusado de impiedad por Ánito, el hijo de un prominente ateniense a quien el filósofo había denunciado públicamente como un mediocre incapaz, que avergonzaba el buen nombre de su padre; por Meleto, cuya única virtud pública consistió en poseer “una gran nariz aquilina”; y por Licón, un perfecto advenedizo con ciertas dotes de orador de tribuna. Sobran los Ánitos, los Meletos y los Licones en estos tiempos de menesterosidad espiritual consumada. Hoy la más miserable, cínica, cobarde y anodina impiedad encapucha su rostro detrás del poder en nombre de la piedad. Para ellos, la voz “piedad” se invierte: traduce corrupción, violencia, hambre, insalubridad y ruina de las instituciones educativas, destrucción de los servicios públicos, asesinatos, prisión, represión y exilio. La impiedad del gansterato no solo ha secuestrado las instituciones sino que, tras largos años de “ensayo y error” -a decir verdad, más de errores que de ensayos- ha destruido pieza a pieza al país más próspero y pujante de toda América Latina, hasta transmutarlo en un no-país. Solo que tarde o temprano las ficciones se desvanecen, a medida que la rueda del molino de la historia va cumpliendo, sin prisa pero sin pausa, su inexorable función.

 

 

 

 

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