¿Los países… se acaban? – Carlos Raúl Hernández

Por: Carlos Raúl Hernández

Hay infinitas posibilidades de clasificar los fenómenos y las cosas, en este caso los países, pero una que viene a cuento es entre los que triunfan y los que se hunden. Dicen que los países no se acaban, pero no hay duda que se descomponen como Líbano, Siria, Libia, Irak, Yugoslavia, Checoslovaquia, Haití, Somalia, Sudán y tantos otros (hay que estudiar lo ocurrido con Ucrania). Hasta hace poco la idea de que Venezuela podía colapsar como nación, sonaba sencillamente absurda, demencial. Durante los años cincuenta el país se había poblado de sicilianos, madeirenses, lisboetas, calabreses, gallegos, asturianos, isleños que trajeron sus conocimientos para el trabajo diario. Brotaron panaderías, abastos, talleres, bares, ferreterías, restaurantes, y en los sesenta florecieron la democracia y el progreso, un modelo para el mundo. Mientras Latinoamérica penaba cariada por dictaduras siniestras y masas de ciudadanos miserables.

En cambio en las esplendorosas Caracas, Valencia, Maracaibo, barrios enteros de colombianos, ecuatorianos y peruanos, construían con su trabajo una mejor vida, mientras argentinos, mexicanos y chilenos se ocupaban como profesores y gerentes, y vivían en libertad (recomiendo a los jóvenes leer El fusilamiento de la decencia de Manuel Carrillo). Muchos de nuestros intelectuales se asqueaban del consumismo, principalmente el de los tabarato de Miami y no tanto el de los sofisticados amantes de París, que salían de Fauchon con bolsas repletas de exquisiteces y se pasaban cualquier tarde de verano en una terraza de Saint-Michel dedicados a devorar mariscos con Chablis. Gracias a los gobiernos y partidos democráticos, los centros de educación superior venezolanos, de alto nivel académico, estaban llenos de muchachos del interior que se convirtieron en clase media emergente moderna.

Comando conjunto
Así ocuparon espacios en las instituciones representativas, la administración pública y las empresas. Llegamos a tener más de 3.000 jóvenes de posgrado en las mejores universidades del mundo. Un buen día el país decidió acabar con eso y se montó en una utopía agusanada con un insufrible olor a rancio, detrás de un perturbado, un flautista de Hamelín –en el cuento de los Grimm, se llevó a los roedores, pero se recuerda menos que también a los niños del pueblo y los ahogó en el río. Lo más triste es que las monumentales y asombrosas boberías de sus adversarios, fueron las que permitieron al flautista revolcar al país y la historia podría ser implacable cuando se analice lo ocurrido. De no ser por el paro petrolero, el abstencionismo y otras efervescencias, la revolución sería hoy un recuerdo lejano. El país se polarizó en dos extremos irreconciliables que hasta el sol de hoy demuestran a diario que no pueden convivir.

El desvarío revolucionario destruyó las extraordinarias conquistas civilizacionales de 40 años –ya sucumbieron hasta las carreteras relativamente intransitables de día, absolutamente de noche– y en cualquier momento puede producirse un desgarramiento militar que según la tradición histórica tendría altas posibilidades de derrota. No es que esta sea “una ley”, ni que deba repetirse, pero es un dato importante. Durante el siglo XX y lo que va del XXI los golpes que astillan el aparato militar  fracasaron y condujeron al aplastamiento de la insurgencia, como ocurrió en Puerto Cabello, Carúpano, Barcelona, el 4F y el 27N. Solo tuvieron éxito los pronunciamientos sin disidencia de las Fuerzas Armadas contra Medina, Gallegos y Pérez Jiménez. A Colombia la partió en dos una gran insurrección civil en 1948 a consecuencia del asesinato del caudillo populista Jorge Eliécer Gaitán.

Por amor o interés
La guerrilla llegó a controlar más de la mitad del territorio y estuvo muy cerca de asaltar Bogotá, hasta que el gobierno de Álvaro Uribe neutralizó la amenaza. Hoy se incorpora a un pacto de gobernabilidad auspiciado por Santos. México también estuvo a punto de sucumbir, esta vez porque el narcotráfico controlaba gran parte de la administración pública y de las gobernaciones regionales y municipios, al extremo de que en la literatura especializada internacional se le daba ya como un Estado fallido, hasta que el presidente Calderón declaró la guerra contra los carteles con más de cien mil muertes. Los conflictos inmanejables en el bloque de poder, generalmente por obra de gobiernos tarados, trajo dictaduras en muchos países, que solo terminaron gracias a pactos de gobernabilidad, no entre los que estaban de acuerdo, sino entre enemigos.

La guerrilla salvadoreña, Arena y la democracia cristiana hicieron gobernable El Salvador, así como el exdictador militar brasilero Figueiredo que el día de su derrota electoral dijo a los líderes de la oposición triunfante “espero que me olviden” (así una exjefa terrorista, Dilma Rousseff, pudo gobernar). El Partido Socialista chileno cuyo desastroso gobierno propició el golpe de Pinochet, se alió con la Democracia Cristiana, impulsora del golpe, y con el propio pinochetismo, para reconstituir al país. La guerrilla guatemalteca aceptó convivir con los partidos democráticos tradicionales, igual que los Tupamaros en Uruguay, y triunfaron democráticamente. También el fujimorismo. Para que funcionen, los pactos de gobernabilidad deben ser entre opuestos.

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