Un martes

Por: Alberto Barrera Tyszka

I
Tripp Tracy piensa que somos un chiste. Y si uno ve la foto de su hermano en la prensa nacional, aguantando una sonrisa mientras lo conducen esposado por un pasillo del aeropuerto de Maiquetía, termina pensando que Timothy Tracy también piensa lo mismo. Fue detenido unos días después de las elecciones del 14 de abril. Lo acusaron de ser un superagente de la contrainteligencia norteamericana. Aseguraron que lo tenían pillado desde hace tiempo. Sabían todo sobre él. Conocían, incluso, su nombre secreto, el apodo clandestino que usaba en los bajos fondos de la derecha: «El gringo». Timothy Tracy era un peligro. Un rambo disfrazado de Román Chalbaud.

El ministro Rodríguez Torres ofreció, entonces, una rueda de prensa donde le explicó al país cuál era la verdadera película que se quería desarrollar: «Conexión abril». Un plan macabro, perfectamente orquestado, que dejaba a James Bond como si fuera el Chavo del Ocho. Una superproducción con chips, dólares, satélites, potencias extranjeras… otro relato apasionante en la saga infinita de estos últimos años. «Su objetivo era eso ­denunció el ministro­, llevarnos a una guerra civil». Con efectos nunca vistos. Más ruda que antes. Conspiración 21.

Lo que uno no entiende es por qué entonces, después de esta epopeya, Timothy Tracy se va, así, como si nada. Tan tranquilo. ¿Por qué lo dejan ir? El ministro Rodríguez Torres, que antes aseguró tener todas las pruebas, ahora sólo dejó escurrir un simple tweet, diciendo que el país «expulsaba» al «gringo». Nada más. Ni media explicación sobre todo lo que había dicho antes. Según reseña la prensa, este martes la Fiscalía «archivó el expediente al no poder presentar una acusación firme». Somos un chiste. Un trágico chiste.

II A veces aparece la sensación de que el discurso político está en un tiempo distinto al tiempo y a las circunstancias de la ciudadanía. Es obvio que todavía estamos en la marea que dejó lo ocurrido el 14 de abril. Capriles ha continuado en su denuncia, se mantiene firme en la impugnación del resultado. Maduro ahora trata de obviar el asunto, intentando desesperadamente legitimarse. Y las instituciones desempeñan uno de los más patéticos papeles de nuestra historia: disimulan. Pero, aun así, incluso en este contexto, el país que se mueve día a día, que vivimos la mayor parte de los venezolanos, está siendo sacudido por una crisis severa, está cada vez más lleno de problemas que requieren de una acción política ­tanto del Gobierno como de la oposición­ que está más allá y más acá de la contienda electoral. El poder no sólo se debate en las urnas.

Por eso sorprende ver a Nicolás Maduro anunciando que, desde ya, se declara en «campaña permanente» para las elecciones del 8 de diciembre. Por eso, también, sorprende ver a Henrique Capriles proponiéndole a la Mesa de la Unidad ser el jefe de campaña para las próximas elecciones del 8 de diciembre.

Todo pasó este martes. Los votantes no dijeron nada. Quizás tienen hoy otras angustias.

III Desde el año 2010 estaba pendiente la aprobación de la Ley para el Desarme y el Control de Armas en el Parlamento.

Era una deuda vieja del Gobierno con el resto de la sociedad.

Forma parte de esa trágica indiferencia con la que el chavismo ha encarado el problema de la violencia durante estos catorce años. Reconociendo, incluso oficialmente, la existencia de millones de armas ilegales, jamás terminaban de concretar algún tipo de respuesta política ante este horror que ha convertido al país en territorio de guerra.

Este martes en la tarde, finalmente, la Asamblea aprobó por unanimidad la ley. Este mismo martes, en las páginas de sucesos de este diario, Sandra Guerrero retrató con pocas pero trepidantes palabras el asesinato de Anakarina Gómez. Estaba en la casa de una amiga, en la calle La Amapola del barrio La Vega, en Caracas. Conversaban cuando, de pronto, una bala perdida alcanzó a Anakarina por el costado izquierdo. Una bala que se escapó de una pelea entre dos pandillas. Y la mató. Tenía 21 años y 6 meses de embarazo.

IV Los políticos suelen tener más tiempo que sus víctimas.

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